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sábado, 21 de febrero de 2009

El mundo todo es máscaras: todo el año es Carnaval

Por Mariano José de Larra

Entrámonos de nuevo en el salón de baile y, cansado ya de observar y de oír sandeces, prueba irrefragable de lo reducido que es el número de hombres dotados por el cielo con travesura y talento, toda mi ambición se limitó a conquistar con los codos y los pies un rincón donde ceder algunos minutos a la fatiga. Allí me recosté, púseme la careta para poder dormir sin excitar la envidia de nadie, y columpiándose mi imaginación entre mil ideas opuestas, hijas de la confusión de sensaciones encontradas de un baile de máscaras, me dormí, mas no tan tranquilamente como lo hubiera yo deseado.Los fisiólogos saben mejor que nadie, según dicen, que el sueño y el ayuno, prolongado sobre todo, predisponen la imaginación débil y acalorada del hombre a las visiones nocturnas y aéreas, que vienen a tornar en nuestra irritable fantasía formas corpóreas cuando están nuestros párpados aletargados por Morfeo. Más de cuatro que han pasado en este bajo suelo por haber visto realmente lo que realmente no existe, han debido al sueño y al ayuno sus estupendas apariciones. Esto es precisamente lo que a mí me aconteció, porque al fin, según expresión de Terencio, homo sum et nihil humani a me alienum puto.No bien había cedido al cansancio, cuando imaginé hallarme en una profunda oscuridad; reinaba el silencio en torno mío; poco a poco una luz fosfórica fue abriéndose paso lentamente por entre las tinieblas, y una redoma mágica se me fue acercando misteriosamente por sí sola, como un luminoso meteoro. Saltó un tapón con que venía herméticamente cerrada, un torrente de luz se escapó de su cuello destapado, y todo volvió a quedar en la oscuridad. Entonces sentí una mano fría como el mármol que se encontró con la mía; un sudor yerto me cubrió; sentí el crujir de la ropa de una fantasma bulliciosa que ligeramente se movía a mi lado, y una voz semejante a un leve soplo me dijo con acentos que no tienen entre los hombres signos representativos: «Abre los ojos, Bachiller; si te inspiro confianza, sígueme»; el aliento me faltó flaquearon mis rodillas; pero la fantasma despidió de sí un pequeño resplandor, semejante al que produce un fumador en una escalera tenebrosa aspirando el humo de su cigarro, y a su escasa luz reconocí brevemente a Asmodeo, héroe del Diablo Cojuelo.
-Te conozco -me dijo-, no temas; vienes a observar el carnaval en un baile de máscaras. ¡Necio!, ven conmigo; do quiera hallarás máscaras, do quiera carnaval, sin esperar al segundo mes del año.
Arrebatome entonces insensible y rápidamente, no sé si sobre algún dragón alado, o vara mágica, o cualquier otro bagaje de esta especie. Ello fue que alzarme del sitio que ocupaba y encontrarnos suspendidos en la atmósfera sobre Madrid, como el águila que se columpia en el aire buscando con vista penetrante su temerosa presa, fue obra de un instante. Entonces vi al través de los tejados como pudiera al través del vidrio de un excelente anteojo de larga vista.
-Mira -me dijo mi extraño cicerone-. ¿Qué ves en esa casa?
-Un joven de sesenta años disponiéndose a asistir a una suaré; pantorrillas postizas, porque va de calzón; un frac diplomático; todas las maneras afectadas de un seductor de veinte años; una persuasión, sobre todo, indestructible de que su figura hace conquistas todavía...
-¿Y allí?
-Una mujer de cincuenta años.
-Obsérvala; se tiñe los blancos cabellos.
-¿Qué es aquello?
-Una caja de dientes; a la izquierda una pastilla de color; a la derecha un polisón.
-¡Cómo se ciñe el corsé! Va a exhalar el último aliento.
-Repara su gesticulación de coqueta.
-¡Ente execrable! ¡Horrible desnudez!
-Más de una ha deslumbrado tus ojos en algún sarao, que debieras haber visto en ese estado para ahorrarte algunas locuras.
-¿Quién es aquel más allá?
-Un hombre que pasa entre vosotros los hombres por sensato; todos le consultan: es un célebre abogado; la librería que tiene al lado es el disfraz con que os engaña. Acaba de asegurar a un litigante con sus libros en la mano que su pleito es imperdible; el litigante ha salido; mira cómo cierra los libros en cuanto salió, como tú arrojarás la careta en llegando a tu casa. ¿Ves su sonrisa maligna? Parece decir: venid aquí, necios; dadme vuestro oro; yo os daré papeles, yo os daré frases. Mañana seré juez; seré el intérprete de Temis. ¿No te parece ver al loco de Cervantes, que se creía Neptuno? […]
Al llegar aquí estábamos ya en el baile de máscaras; sentí un golpe ligero en una de mis mejillas. «¡Asmodeo!», grité. Profunda oscuridad; silencio de nuevo en torno mío. «¡Asmodeo!», quise gritar de nuevo; despiértame empero el esfuerzo. Llena aún mi fantasía de mi nocturno viaje, abro los ojos, y todos los trajes apiñados, todos los países me rodean en breve espacio; un chino, un marinero, un abate, un indio, un ruso, un griego, un romano, un escocés... ¡Cielos! ¿Qué es esto? ¿Ha sonado ya la trompeta final? ¿Se han congregado ya los hombres de todas las épocas y de todas las zonas de la tierra, a la voz del Omnipotente, en el valle de Josafat...? Poco a poco vuelvo en mí, y asustando a un turco y una monja entre quienes estoy, exclamo con toda la filosofía de un hombre que no ha cenado, e imitando las expresiones de Asmodeo, que aún suenan en mis oídos: «El mundo todo es máscaras: todo el año es carnaval».


El Pobrecito Hablador, nº 12, 14 de marzo de 1833

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