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viernes, 27 de noviembre de 2009

Un paisaje


Eran los comienzos del mes de octubre. Había un poco de niebla sobre la campiña. La bruma se estiraba allá en el límite del horizonte, contorneando las colinas, en otros puntos se despedazaba y ascendía en jirones hasta perderse. En algunos trechos las nubes se apartaban heridas por un rayo de sol, y por entre ellas se veían allá abajo los tejados de Yonville, las huertas junto al río, los corrales, las paredes de las casas y a torre de la iglesia, con su campanario. (…) Desde aquellas alturas en que se hallaban, todo el valle daba la impresión de un inmenso lago descolorido, evaporándose al sol. Acá y allá destacaban grupos de árboles como si fueran rocas negras, y las altas ringleras de álamos, sobresaliendo por encima de la niebla, parecían playas de arena onduladas por el viento.
Allí cerca, encima del césped y por entre los pinos, una luz mezclada de penumbra llenaba de tibieza el ambiente. La tierra rojiza como polvo de tabaco amortiguaba el ruido de las pisadas, y los caballos, al avanzar, iban dando patadas, con la punta de sus cascos, a las piñas caídas que se encontraban por delante.
(…) Había unos nenúfares marchitos e inmóviles entre los juncos. Unas ranas saltaron a meterse en el agua al oír los pasos de ellos que se acercaban. (…)
Empezaban a bajar las sombras del crepúsculo. El sol, colándose tendido entre las ramas de los árboles, deslumbraba a Emma. En torno a ella, repartidas por doquier, en las hojas o por el suelo, unas manchas de luz temblaban como si una bandada de colibríes, al salir volando, hubieran desperdigado por allí sus plumas. Todo estaba invadido por el silencio; y de los árboles parecía emanar un no sé qué, algo muy dulce. Volvía a sentir los latidos de su corazón y la sangre circulando por dentro de su carne como si fuera un río de leche. Oyó a lo lejos, viniendo del otro lado del bosque, de las colinas de enfrente, un grito confuso y prolongado, una voz que llegaba a sus oídos arrastrándose, y la recibió en silencio, vino a mezclarse, como una música, a las últimas vibraciones de sus nervios alborotados.
Gustave Flaubert, Madame Bovary (traducción de Carmen Martín Gaite)

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