Ha muerto, a los cien años, el poeta José Antonio Muñoz Rojas. En 1946, su hermano Juan le regaló un libro encuadernado en piel y relleno de impolutas hojas de papel del siglo XVIII. Para que el libro no se quedara en blanco, el poeta dedicó un año a escribir geórgicas. De ese precioso libro, Cosas del campo, copio un capítulo en su memoria.
LOS VERDES
Cada verde tiene su punto. Dura poco y necesita su luz y aire propios. Estos trigos y habares, estos garbanzales: más apretado en unos, más gris, más azulenco en otros. Hay una ascensión en intensidad de color y altura de los pegujales, en esas hojas anchas, venosas, lujuriosas de los trigos, esa diversificación luego de la espiga, esa entrega pausada, llena de hermosura a la madurez, esa preñez del grano, esa obediencia al viento, primero fresca, joven, más tarde reseca y crujiente, por fin la negrura de la raspa, el amarillo total, la gracia de la plenitud, la belleza de lo cumplido.
Pocos campos de batalla como el de los haces abatidos y pocos órdenes más terribles que el que causan las segadoras en los sembrados. ¿Y no tienen como un eco del gemido de los rastrojos cuando los pisamos, un crujido que clama por toda la gloria abatida, por los días invernales de la ilusión, por el crecimiento primaveral?
Luego vendrá el arado a imponer otro orden, el de los surcos, a purificar y penitenciar la tierra para la nueva siembra.
Se cernirá una luz suave y arrepentida y, de surco en surco, saltará el pájaro picoteando el insecto extraviado y el granillo aparecido.
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