La verdad es que me gustaba la idea de poder visitar lugares fuera de España y, sobre todo, el hablar inglés perfectamente, pero no me hacía demasiada gracia el tener que dejar durante un tiempo ya no solo mi casa, mi ciudad, sino incluso mi país.
Al final, después de pensarlo mucho, decidimos ir. Preparamos las maletas con todo y nos fuimos al aeropuerto.
Nada más llegar ya se presagiaba lo que nos esperaba: el aeropuerto lleno, la gente yendo y viniendo con un descontrol increíble y chocándose continuamente, retrasos múltiples de aviones… Lo que viene siendo un caos.
Después de varias horas conseguimos, al fin, poder embarcar y montar en el avión, aunque después de muchas pegas de los trabajadores, por el reparto de peso en las maletas. Una vez que íbamos a despegar, yo estaba nervioso después de tanto alboroto, pero todo marchó bastante bien.
De repente, abrí los ojos y vi que ya habíamos llegado, me había quedado dormido después de tanto sobresalto.
Recogimos los equipajes, esperamos hasta encontrar la persona encargada de recogernos, el típico hombre con traje que sostiene un cartel con el nombre de la familia a la que va a atender.
Pero por más que esperamos… Nada, aquel hombre no aparecía; así que decidimos salir de aeropuerto para pedir un taxo.
Ahora entiendo lo que siente un guiri cuando viene a España: cada taxi que pasaba, mi padre se hartaba a hacerles gestos para que parasen, pero nada, que no había manera.
Para colmo, empezó a llover, y cuál sería nuestra torpeza de ir al Reino Unido sin un solo paraguas. Nos cobijamos en la carpa de un restaurante, donde duramos bien poco, pues en cuanto vieron que no íbamos a entrar, empezaron: Go Away!
Así es que nada, sin taxi, sin llegar al hotel y, encima, mojados. Esperamos un rato sentados en unos escalones, cuando paró de repente un coche lleno de bollos, arañazos, descolorido… El conductor abrió la puerta del copiloto y se dirigió a mi padre: “¡Vamos! ¡Subi9d!, dijo entusiásticamente, con un acento propio de un inglés hablando español.
–Sois los Jiménez, ¿no? Pues venga, que os llevo al hotel.
El coche olía peor que un puerto de pesca, y el taxista, si es que lo era realmente, no dejaba bajar las ventanillas, pues parece ser que le encantaba aquel pestazo.
Llegamos al hotel, que, la verdad, tenía una increíble fachada, ¡era preciosa! Entramos y, al momento, empezaron a venir asistentas para todas las necesidades (subie equipaje, darnos la llave, mostrarnos el camino hasta la habitación, el del comedor…). Después de todo, quizás había merecido la pena tanta tortura.
Por la noche, ya vestidos con ropa seca, fuimos al comedor principal a cenar. Había todo tipo de comida y encima era un buffet libre.
Acabamos llenísimos y con un increíble sueño, después de tanto trajín de viaje, era de esperar.
A la mañana siguiente, cuando nos levantamos, notamos algo raro en la habitación : ¡nos faltaban cosas!
Bajamos a la recepción y, en vez de estar las mujeres que tan bien nos atendieron el día anterior, había unas ancianas refunfuñando todo el rato, haciéndose el sueco cada vez que mencionábamos que faltaban cosas.
Hartos, decidimos irnos del hotel y, andando, con tal de no ir otra vez en el coche de el hombre ese que era un guarro, llegamos al aeropuerto y cogimos el primero vuelo con destino a España. La verdad es que esta segunda vez todo transcurrió mucho más rápido y de mejor modo que en el viaje de ida.
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