La Serna 2010
Primer premio de narración para alumnos de segundo ciclo de ESO.
Helena Martín
Animales heridos
Se acercaba la hora de partir. Hacía un año que Amanda había llegado a aquel campamento, instalado en pleno corazón de África, con el objeto de participar en aquella importante labor social que le había colmado, durante trescientos sesenta y cinco días, el corazón de sueños e ilusiones, y mientras recogía las pocas pertenencias que allí le era posible tener, hacía el balance de aquel año de esfuerzo y sudor, de emociones y lágrimas, pero sobre todo de felicidad, plenitud y satisfacción, de aquel año que había cambiado por completo su vida, que la había cambiado a ella para siempre.
Cuando Amanda vivía en Madrid, todos los días le parecían iguales, grises, monótonos. Se limitaba a ir de casa a la Facultad, y de la Facultad a casa, y si bien desde niña aquello que más le entusiasmaba (por no decir lo único) eran los animales, y a pesar de que estudiaba para veterinaria, el tiempo que le ocupaba el estudiar le resaba de hacer otras cosas. La rutina la había convertido en una máquina, en un hongo sin vida. Amanda estaba enferma. Enferma de abulia y apatía, porque nada le llenaba el alma, nada la inspiraba, nada la conmovía, no tenía ilusiones ni sueños. Bueno, en realidad sí que tenía un sueño: dedicarse de forma plena a los animales. Sin embargo, Amanda pensaba que en aquella sociedad jamás podría ver su sueño culminado, pues por muy buena que fuera en su profesión, y por muy grande que fuera su amor por la naturaleza, en aquella sociedad nadie era libre de escoger su camino. Al final todas las personas acababan viviendo de la misma forma: vistiendo ropas iguales, viviendo en casas iguales, teniendo familias iguales, desempeñando trabajos aburridos, monótonos e iguales… Y dado que el sueño de Amanda iba mucho más lejos que todo aquello, la joven jamás sintió la emoción de lanzarse a la aventura, de darlo todo por su ideal. No hasta que le ofrecieron formar parte del voluntariado de aquel proyecto, que consistiría en instalarse durante un año en pleno corazón de la sabana africana, y, además de participar en labores de ayuda hacia los poblados más desfavorecidos, vacunar, curar y cuidar de animales heridos.
Fue entonces, y solo entonces, cuando Amanda comenzó a sentirse viva, cuando empezó a sentir la ilusión ante el provenir, ante la tarea por realizar.
En efecto, durante aquel año, había hecho llegar el agua a varias aldeas, junto a sus compañeros, había repartido alimentos, incluso había impartido alguna que otra clase a aquellos niños que no tenían la suerte de poder asistir a la escuela. Había contemplado ante sus ojos paisajes que jamás habían osado dibujarse en la librete de su imaginación, la cual había permanecido blanca, intacta hasta el momento. Había vacunado y cuidado de animales, había curado sus heridas, poniendo en práctica para ello todo cuanto sabía. Pero sobre todo había convivido con los seres vivos de aquel lugar, había adoptado como propia la cultura de sus gentes. Ella había viajado a África para curar animales heridos, pero habían sido estos quienes la habían curado a ella. ¿O es que era ella también un animal herido? Sí, sin duda alguna lo era, era un animal herido y enfermo . Enfermo de vivir en aquella sociedad, obtusa, cerrada a otros mundos a otras culturas, donde predominaban el miedo y el odio, donde no había lugar para los pensamientos libres, enfermo de vivir sin tener vida, huérfano de ilusiones y sentimientos, enfermo de contempla cada día, impotente, cómo ante sus ojos más animales heridos, animales de rebaño, se dejaban encerrar en estrechos rediles, maleables, encandilados por la voz del pastor, una voz única, absoluta, incuestionable.
Gracias a aquel año se había sentido útil por primera vez, y era esto lo que le había hecho, también por primera vez, abrir los ojos, ver, sentir la vida, saber que nada es imposible de llevar a cabo. Era la experiencia que había vivido, todo lo que había visto: la miseria, el hambre, la enfermedad. Y fue entonces cuando supo que la ilusión, los sueños, el estímulo que supone la esperanza de cambiar el mundo y el porvenir, constituían la única cura existente para los animales heridos, para todos aquellos animales heridos que la rodeaban en su entorno habitual, para la humanidad.
Se acercaba la hora de partir, el alba despuntaba, y la luz penetraba a raudales por los resquicios de su cabaña y se veían raudales de luz, los del lugar que la había visto verdaderamente nacer, lo que le otorgarían el poder de la visión, los que iluminarían ya para siempre su vida.
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